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lunes, 27 de febrero de 2017

EL TOM RIPLEY QUE YO CONOCÍ

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Conocí a Tom Riplie en 1954 cuando se acababa de publicar «El talento de Mr. Ripley» en el que se recogía la primera parte de sus memorias. Tenía entonces 25 años de edad y se encontraba en Italia reclutado por un acaudalado empresario de Nueva York, Herbert Greenleaf, con el objeto de convencer a su hijo Dickie para que volviera a casa y siguiese una carrera adecuada. Allí le localicé en la pequeña ciudad costera de Mongibello, al sur de Nápoles, donde se enamoró de Dickie y luego acabó con su vida para evitar ser abandonado. El cuerpo de Dickie nunca fue encontrado. Aún hoy hay gente que cree que se suicidó. Fue Dickie el primer hombre al que mató y el único al que lamentó matar. En realidad el único crimen que se arrepintió haber cometido. Con ayuda de unas cartas falsificadas Tom pasó a ser su heredero y no tengo razón alguna para poner en duda que aún sigue disfrutando de esos beneficios.

Dickie Greenleaf fue una de las pocas personas decentes a las que Tom mató. Más adelante también acabó con el coleccionista de arte Thomas Murchison, golpeándolo en la cabeza con una botella de vino en la bodega de Belle Ombre. Murchinson, aquel jactancioso americano poseedor de un Derwatt, empeñado en demostrar que su cuadro era una falsificación. La realidad es que a Tom nunca le gustó el asesinato, pero la gente siempre se empeñó en que lo realizara. Hay que reconocer que sin el dominio de «este arte», y su falta de escrúpulos para llevarlo a cabo, Tom no sería Tom.

Si en aquellos tiempos usted hubiese tenido la oportunidad de acudir a una fiesta en Belle Ombre, a la casa-castillo que Tom regenta con su esposa en el pequeño pueblo de Villeperce, cerca de Fonteinebleau, habría contemplado con placer al matrimonio turnándose ante el clavicémbalo antes de invitarle a usted a disfrutar de la deliciosa comida preparada por su ama de llaves, la francesa Madame Annette. Tom habría sacado su mejor vino de la bodega, estremeciéndose ante la sangre de Murchison que todavía tiñe el suelo.   

Después de la publicación del segundo volumen de sus memorias, que apareció en 1970 bajo el título de «La máscara de Ripley», su biógrafa, Patricia Highsmith, presentó una copia a un amigo con la inscripción “Para Charles con amor... de Tom”. Highsmith, quizás con la anuencia de Tom, firmaba sus cartas con el nombre de su geniecillo favorito, un psicópata encantador cuya dedicación a una vida de arte y refinamiento borró por completo su conciencia. Highsmith llegó a completar cinco entregas de las memorias de Ripley que abarcan un período de su vida de 37 años. En ellas da cuenta de cómo Ripley mató al menos a ocho personas, la mayoría de ellas desagradables en extremo, y como, sin embargo, siempre salió libre.

No es de extrañar que Highsmith sintiera una especial empatía por Ripley. Con más de seis pies de altura, guapo, encantador, él siempre se mostró capaz de afrontar una pelea. Nunca mató a nadie sin un motivo justificado. A sus ochenta y tantos años no es una persona jactanciosa y rara vez se arrepiente de lo que hace. La verdad es que su deseo siempre fue cultivar flores en el jardín de su residencia de Belle Ombre y complacer los caprichos de su encantadora esposa Heloise. Su impulso homosexual, que tantos comentarios insidiosos suscitó, parece haber remitido con el paso de los años.

Los padres de Tom murieron en un accidente en el puerto de Boston cuando él era aún un niño pequeño, dejándolo al cuidado de su tía Dottie, -la «condenada tiita Dottie», como solía recordarla Tom-, una mujer severa de la que no guarda buenos recuerdos. Desde entonces Tom ha tenido miedo al agua. De hecho odia el mar. No en vano su elemento favorito es el fuego. En una ocasión, creo haberlo leído en la tercera entrega de sus memorias que se publicó allá por 1.974 bajo el título «El amigo americano», contempló con satisfacción como un par de mafiosos sin escrúpulos se asaban en su coche. ¡Muy propio de Tom! Creo haber leído que fue parte de un plan para ayudar al ingenuo e indefenso John Trevanny, un vecino de Villeperce, a cumplir una comisión de asesinato en la que Tom jugó un papel decisivo. Trevanny padecía leucemia y en la idea de que sus días estaban contados decidió aceptar una oferta para acabar con un par de matones en Hamburgo, con el fin de dejar algo de capital a su esposa e hijo después de su muerte. En realidad Tom hizo la mayor parte del trabajo sucio y así me lo confesó un día en Belle Ombre. La esposa de Trevanny, Simone, acabó escupiéndole. Aquello fue todo lo que recibió en pago por sus servicios.

Me tropecé con él, con Tom, por última vez en 1992 en el puente de Moret, al poco de publicarse «Ripley en peligro», la quinta entrega de sus memorias. Me contó que una enigmática pareja norteamericana, los Pritchard, se había empeñado en sacar a la luz los asesinatos que había cometido tiempo atrás. Hasta Tánger fue perseguido por estos pegajosos personajes empeñados en descubrir todo su historial delictivo, desde el asesinato de Dickie Greenleaf hasta el de Thomas Murchison, pasando por las falsificaciones de los cuadros Derwatt. Allí en el Loing, un afluente del Sena, los Pritchard se pasaban los días rastreando el río arriba y abajo en busca de los restos de Murchison. Recuerdo que en aquél momento un policía informó a Tom que su camioneta estaba estacionada ilegalmente. Tom se encontraba acompañado de Ed Banbury, un cómplice en el fraude de los Derwatt a quién había solicitado ayuda. Antes de regresar al vehículo lanzó un anillo de la suerte al Loing. Perteneció a Murchison, cuyo cuerpo se halla sumergido en el mismo río desde años atrás.

Desde el momento en que conoció a Ripley, Highsmith sostuvo la idea de que él llevó una existencia autónoma. En 1980, en unas declaraciones a la televisión británica, reveló que “sentía como si fuera el propio Ripley quién estuviera escribiendo”. Ella dio a entender en sus notas para «Ripley en peligro», la quinta y última entrega de sus memorias, que temía que su amado Tom se estuviera volviendo loco. Tal vez por eso no hemos tenido noticias de él últimamente. Si es así es una locura de modales perfectos, de buen gusto, de una civilidad a prueba de bomba.
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TRAS LOS PASOS DE RIPLEY. (Patricia Highsmith)

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TRAS LOS PASOS DE RIPLEY (The Boy Who Followed Ripley)
Patricia HIghsmith
TRADUCCIÓN: Jordi Beltrán
EDITORIAL ANAGRAMA, S. A.
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En esta cuarta entrega de la «Ripliada», publicada en español en 1980 bajo el título de «Tras los pasos de Ripley», Tom Ripley sigue disfrutando de una vida cómoda en el pueblo de Villeperce, a las afueras de París, en la satisfacción financiera que le produce la asignación a su esposa Heloise por parte de sus padres y sus propios negocios turbios en el mundo del arte. Un extraño adolescente de 16 años, que responde al nombre de Billy Rollins, se cruza en su camino y Ripley pronto llega al convencimiento de que es hijo del magnate americano de la alimentación John Pierson, fallecido recientemente, y a quien la familia reclama angustiada después de tres semanas sin noticias suyas. «¿Y si el chico que había conocido la otra noche era Frank Pierson? Dieciséis años. Desde luego, esa edad era más probable que los diecinueve años que el muchacho confesaba. Maine y no Nueva York. Al morir el viejo Pierson, ¿no había salido una foto de toda la familia en el International Herald Tribune? Una foto del padre sí había salido, y de pronto Tom se dio cuenta de que no acertaba a recordar su rostro... Pero al chico de hacía tres días le recordaba mejor de lo que solía recordar a la gente. Tenía el rostro más bien melancólico y serio, y no sonreía con facilidad. Boca firme y cejas oscuras. Y el lunar de la mejilla derecha, no lo bastante grande como para salir en una foto normal, quizás, era una señal.»

No hace falta decir que la muerte del millonario John Pierson está rodeada de incógnitas. Pierson llevaba una década confinado a su silla de ruedas a raíz de un fallido intento de asesinato relacionado con sus negocios alimentarios. Su muerte se produjo cuando la silla cayó por un precipicio en Maine, en su finca de Kennebunkport, debido a un accidente o a un suicidio o quien sabe a qué...

Frank pronto confiesa a Riley que fue él quien mató a su padre, aunque el resto de su familia no sospecha nada. «Yo maté a mi padre –susurró Frank-, sí, le empujé en aquel... Sí. Recuerdo..., me dio la sensación de que no podía seguir mirando sus hombros y su cogote un segundo más. Pensé..., no sé qué pensé, pero me lancé hacia delante y de un puntapié quité el freno, apreté el botón de avanzar y, por si fuera poco, di un empujón a la silla que se precipitó al vacío. No quise verlo. Sólo oí el ruido.» Ripley trata de convencer a Frank que su acción no tiene por qué arruinar el resto de su vida, apoyando este argumento en sus experiencias pasadas. Sólo un hombre como Ripley, acostumbrado a nadar en «aguas revueltas», podría ayudar a Frank en su lucha desesperada contra el sentimiento de culpa que le corroe. Por primera vez, Tom Ripley revela al lector su cara oculta: la de un hombre generoso, dispuesto a todo para ayudar a un ser en apuros.

De acuerdo con Andrew Wilson, en su biografía del año 2003 «A life of Patricia Highsmith», ésta viajó a Berlín expresamente con el fin de investigar los escenarios donde se desarrollaría la cuarta salida de Ripley. Después de varios viajes a Berlín Highsmith quedó fascinada por la ciudad, una fascinación que es casi tangible en «Tras los pasos de Ripley».

Sin embargo, ¿qué es lo que en realidad ocurre en Berlín a donde Tom viaja con Frank en un intento de evitar la presencia del  hermano mayor y un detective privado, enviados por la madre del propio Frank con el objeto de acelerar la búsqueda de éste? El viaje se realiza en la década de los 80 cuando Berlín se encontraba dividido por el Muro. Durante una visita al bosque de Grunewal Frank es secuestrado y su madre recibe una petición de rescate. Ripley decide entonces representar un papel personal en la liberación del joven.

Lo primero que se echa en falta en «Tras los pasos de Ripley» es el sentido del peligro existencial que acompañó al protagonista en las tres entregas anteriores. En «El talento de Mr. Ripley», «La máscara de Ripley» y «El amigo americano», Tom Ripley tiene que luchar por su propia supervivencia –su libertad y su cómoda forma de  vida-, mientras que en «Tras los pasos de Ripley» su preocupación se centra en el bienestar de Frank. El muchacho sigue a Ripley a Francia después de haber oído hablar de él en relación a una pintura Derwatt, -en realidad una falsificación de Bernard Tufts-, que poseía su padre en vida. Allí el adolescente decide no separarse de él.

La cuestión de la sexualidad de Tom es un zumbido constante en el trasfondo de la «Ripliada». La extraña fascinación entre personas del mismo sexo es un tema recurrente en la escritura de Highsmith. Lo que hizo tan convincente este hecho en casos anteriores fue la manipulación malintencionada –y en último extremo asesina- de uno de los protagonistas, ya se tratase de Bruno, en el debut de Highsmith en «Extraños en un tren» o del propio Ripley en su relación con Dickie Greenleaf en «El talento de Mr. Ripley». Aquí, sin embargo, en el trasfondo de esta relación en apariencia homosexual, Frank es completamente inocente.

Quizás la complicada biografía de Highsmith fue un perfecto caldo de cultivo para la génesis de la personalidad de Ripley. Su padre, el padre de Highsmith nunca figuró en su vida; sí su madre, aunque en exceso. Esta relación la marcó para siempre, convirtiéndola en una persona de difícil trato. Fue una mujer infeliz, solitaria, alcohólica y su lesbianismo nunca floreció en un amor constante. En muchos sentidos Ripley no es diferente a ella. A lo largo de su vida Highsmith vivió con la sensación de que merecía pertenecer a una clase social más alta. Durante su adolescencia tomó conciencia de su atracción por las mujeres. Ripley le proporcionó una ventana a través de la cual canalizar toda su rabia contenida. En su escritura ella tomó venganza por los daños sufridos durante toda su vida a manos de los demás. No sólo de su madre sino también de sus amantes. Las brutalidades de la vida no solo la condujeron al alcohol sino que la llevaron a una exfoliación malsana a la hora de escribir. Y Ripley fue el personaje sobre el que más escribió...
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lunes, 20 de febrero de 2017

EL AMIGO AMERICANO. (Patricia Highsmith)

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EL AMIGO AMERICANO (Ripley´s Game)
Patricia Highsmith
TRADUCCIÓN: Jordi Beltrán
EDITORIAL ANAGRAMA, S. A.
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En «El juego de Ripley» una esporádica fiesta social en Fontainebleau pone a Ripley en contacto con un enmarcador de cuadros llamado Jonathan Trevanny, quien le ridiculiza en público, haciendo un comentario desagradable ante él. «-¿Trewbridge? ¿Trewbridge?– había dicho Trevanny con un tono casi despreciativo: ¡Ah, sí, ya he oído hablar de usted.» Resentido con éste, Ripley lo postula como sicario a su amigo Reeves Minot, el mafioso, cuando éste le solicita un nombre desconocido para asesinar a un competidor en sus oscuros negocios. El mafioso se pone en contacto con Trevanny para ofrecerle el trabajo -para que asesine sin más al mafioso italiano Salvatore Bianca-, facilitándole a cambio otra opinión médica sobre la grave enfermedad que padece en una clínica de Hamburgo y, siendo asimismo munificente con el pago, unas cuarenta mil libras o su equivalente en dólares, noventa y seis mil. Una oferta tentadora, sin duda...

No hay mejor persuasión que el dinero. Así Trevanny, un sujeto rígido, reprimido y esencialmente decente asume su papel de matón sin ningún remordimiento. «No sentía la menor piedad por el mafioso al que iba a matar (o al menos eso esperaba). Se dio cuenta de que tampoco sentía piedad por sí mismo. La muerte era la muerte. Aunque por motivos distintos, su vida y la de Bianca ya no tenían ningún valor. El único detalle interesante era que a Jonathan le iban a pagar por matar a Bianca».

Sin embargo, el asesinato del competidor de Reeves tiene consecuencias y el mafioso insiste de nuevo con Trevanny para que acabe con otro hombre, en éste caso un tal Vito Marcangelo. Ripley se había dicho que probablemente Jonathan haría una chapuza y, como él le había metido en el asunto, pensó que le correspondía a él ayudarle a salir del apuro. Así pues, Ripley  aparece en el tren encargándose del trabajo y ayudando a Trevanny, totalmente desquiciado, a regresar a su casa. El asunto de los mafiosos lejos de arreglarse se complica más tarde, llegando los vengadores hasta la casa de Ripley en el momento en que éste se encuentra sentado ante el clavicémbalo tocando una de las “Variaciones Goldberg”.

Simone, la esposa de Jonathan Trevanny -el hombre a quien Ripley convierte en un asesino- no tiene dudas en cuanto al calificativo a aplicar a aquél que sedujo a su marido: «el monstruo». Materialista, sin escrúpulos y manipulador, Ripley no es lo que se dice «un buen tipo». Vive del robo y la falsificación. En el transcurso de «El juego de Ripley» mata a cinco personas, uno por «garrotte» -un cordón delgado, silencioso, ¡un lazo en definitiva!, al que sólo hay que apretar para que se convierta en un arma mortal-, otro a culetazos, un tercero a golpes con un  leño y dos más a martillazos. Y todo ello sin ningún tipo de vacilación ni remordimiento. También corrompe la inocencia de Jonathan Trevanny. Sin embargo, es el propio Trevanny quien reacciona ante el horror de su esposa con el pensamiento: «En realidad Tom no era tan malo. Pero ¿cómo explicárselo.»

El ocasional asesino a tiempo parcial de Highsmith es descrito generalmente como un antihéroe. Sin embargo su figura no entra dentro del arquetipo del clásico oponente, Ripley genera más simpatía que odio. Él toma posesión de la narración sin ninguna oposición efectiva. En cualquier relato que siga los esquemas cásicos los villanos aparecen como opositores de los buenos. En la gran mayoría de los casos existe un sinvergüenza a quien derrotar. Sin embargo no hay nadie capaz de derrotar a Ripley. Nadie. Excepto, quizás, el propio lector.

Curiosamente el primer pensamiento que sostiene Ripley en esta novela es autocrítico. Se lamenta de hablar con un asociado criminal: «Tom se aburría. Paseaba arriba y abajo por delante de su gran chimenea, en la que ardía un fuego pequeño pero acogedor. Tenía la impresión de haber hablado de forma grandilocuente, pontificado. Pero lo cierto era que no podía ayudar a Reeves y así se lo había dicho ya.» Abundando en su personalidad simpática Ripley resuma sinceridad y no es nada pretencioso. Tiene valores que parecen éticos...

Su jugada, la jugada de Ripley, es psicológicamente aguda al utilizar su conocimiento de la enfermedad terminal de Trevanny para explotarlo. Al igual que la mayoría de los antihéroes Ripley tiene discernimientos en lugar de principios. Él es un buen conocedor del arte, la belleza y la buena comida. Vive en un castillo impecablemente amueblado. Aprecia la música clásica. Está dotado del sentido de la probidad. Desaprueba el juego y la prostitución. En realidad odia a la mafia, odia sus sucios negocios de préstamos, sus chantajes, su condenada iglesia, su cobardía al delegar los trabajos sucios en sus subordinados, para que la ley no pueda echarles el guante a los mandamases, no pueda meterlos entre rejas salvo por evasión de impuestos o alguna trivialidad por el estilo. Se siente seriamente preocupado en que Trevanny reciba la totalidad de su paga por llevar a cabo sus ejecuciones. Sugiere en broma a su amigo Reeves que la redacción de un informe médico falso en el que se indique que Trevanny está al borde de la muerte puede ayudar a asegurar su cooperación. Pero luego se da cuenta de que está equivocado. «Tom pensó que Reeves no entendía en absoluto a los tipos como Trevanny. Si a éste le pagaban todo lo convenido, haría el trabajo o devolvería la mitad del dinero.» Por un instante nos tropezamos con que la mente de Ripley se debate ante el rechazo a un esquema que él mismo ha trazado.

Un monstruo extraño, pues, este Ripley. En parte un antihéroe capaz de romper tabúes. «El amigo americano», o más propiamente «El juego de Ripley», cuestiona como un hombre básicamente decente (según las propias palabras de Ripley) puede ser persuadido para cometer un asesinato. Ya nos tropezamos con algo parecido en «Extraños en un tren». Sin embargo, Highsmith también plantea un propósito moral, ha inventado un personaje carente de conciencia. 
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sábado, 11 de febrero de 2017

HARRY BARTON O EL ARTE DE LAS «PULP-COVERS»

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Harry L. Barton, Jr. nació el 12 de mayo de 1908 en Seatlle, Washington, y dedicó su vida a lo que amaba de verdad, la pintura. Sus padres fueron George F. Barton y Milderd M. Barton. La familia tenía seis hijos y Harry fue el segundo en orden de edad. Vivían en el 2512 de la Eighteenth Avenue South. La familia era relativamente próspera, ya que eran dueños de una casa valorada en 5000 dólares. Su padre era agente de un matadero de aves de corral.

Harry Barton, Jr. se graduó en secundaria en el Seattle´s Broadway High School en 1926 y comenzó a trabajar como artista comercial en una tienda de carteles. Se casó con su esposa Pauline en 1938, y se mudaron a la ciudad de Nueva York. Vivían en el 414 de la Utopia Parkway en Flushing Queens, que estaba cerca del World´s Fair Ground, el histórico recinto ferial. Durante la Segunda Guerra Mundial Burton no fue elegido para participar en el conflicto ya que su mujer y sus dos hijas pequeñas, Joan y Linda, dependían de él. En lugar de ello trabajó para el Ministerio de Defensa.

Burton trató de formar parte del trabajo independiente de la industria de las revistas pulp en una urgente necesidad de desarrollar todo el talento acumulado antes de la guerra. Así, destacó como ilustrador de la ficción pulp, como ilustrador de las cubiertas de novelas de detectives y misterio, de anuncios de cine y moda y, por último, en su actividad como pintor de retratos y paisajes.

En la primavera de 1945 estudió en el Art Studens League de Nueva York, con Frank Reilly, y allí conoció a Sam Cherry. En otoño de ese año se le ofreció trabajo como ilustrador para Galle Phillips Associattes. Burton fijó su residencia en Bayside Queens y pronto se trasladó a la zona de Auburndale en Flushing, donde creó su propio estudio y vivió el resto de su vida. A través de la amistad con Cherry se relacionó con Ernest Chiriacka y Ralph DeSoto, que le proporcionaron entrenamiento en el arte de la cubierta. Su carrera abrazó casi todos los géneros, carbón, plumilla, acuarela, témpera y aceite. En 1950 pintó cubiertas para Exciting Western, que fueron publicadas por  Thrilling Publicactions. También pintó cubiertas de Argosy, que fueron publicadas a su vez por Popular Publications. El formato convencional de esta revista había alterado su formato convencional en 1943, pasando de una revista pulp de larga duración a una revista de aventuras.

Con los años sus ilustraciones aparecieron en The Saturday Evening Post, Argosy, así como en las carteleras de cine para Metro Goldwin Mayer y en la publicidad de moda de Lord & Taylor. A lo largo de la década de 1950 y principio de los sesenta pintó cubiertas para libros de bolsillo producidas por Avon, Bantam, Dell, Monarch y Pocket Books.

A mediado de la década de los 60 ilustra una serie de libros de tapa dura producidos por la Catholic Church bajo una compañía llamada Vision Books.
Desde la década de los 70 en adelante realizó una serie de pinturas del Old West, el viejo oeste, que vende a través de la Smith Gallery de Nueva York. Barton recibió varios premios por su trabajo y su obra se encuentra en colecciones  privadas de Estados Unidos, Canadá y Europa. Fue miembro de la American Artist. Su última exposición fue en 1983. Harry Barton murió a la edad De noventa y tres años, el 12 de agosto de 2001.
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viernes, 10 de febrero de 2017

LA SOLEDAD DEL MÁNAGER. (Manuel Vázquez Montalbán)

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LA SOLEDAD DEL MÁNAGER
Manuel Vázquez Montalbán
EDITORIAL PLANETA, S. A.
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¿Qué objetivos persigue un agente de la CIA sentado junto a una ventanilla del Boeing de la línea regular Las Vegas-San Francisco? Lo cierto es que allí Carvalho conoce a un catalán, Antonio Jaumá. Éste es un ejecutivo exitoso y eficiente de un conglomerado multinacional, la Petnay, que se encuentra ante la disyuntiva que le dictan sus principios y su trabajo. Jaumá opera entre dos mundos que trata de conjugar lo mejor que puede: productividad y plusvalía frente a intereses sindicales y militancias pretéritas. «Por una parte la gentuza de arriba. Por otra la presión de los trabajadores». «Jaumá es delgado, nada alto, con tez de judío sefardita, nariz de vendedor de antigüedades de Estambul, ojos oscuros y brillantes de una cierta implacabilidad, con una calvicie de pasillo entre colinas de pelo negro y crespo». Años después, cuando Carvalho ejerce ya de detective, recibe la visita de un personaje entrado en la cuarentena, pero de rostro joven, que le trae el encargo de parte de la viuda de Jaumá de investigar su extraño asesinato, un asesinato que se interpreta como un ajuste de cuentas derivado de su afición a las mujeres de los bajos fondos. «Le pegaron un tiro por la espalda a la altura del corazón. Un tiro perfecto. Luego tiraron el cadáver entre la maleza, cerca de Vich, y allí estuvo según el forense pocas horas, las de una madrugada.»

Carvalho se adentra así en un caso que tiene toda la pinta de ser más político que personal y que le lleva a ser partícipe de los tiempos revueltos que se vivían por entonces en aquella España marcada por la Transición. Corre el año 1977 y Carvalho observa desencantado como la oligarquía económica, en tiempos no muy lejanos franquista, ahora democrática porque toca, se adueña del miedo; miedo a la extrema derecha y sus asesinatos de abogados laboralistas, y miedo a la extrema izquierda y a sus manifestaciones en las Ramblas, a los «GRAPO», a «ETA», y todo para intentar perpetuarse en el poder con una nueva etiqueta, la de «centroderecha». «Anochecidas las Ramblas, Carvalho empezó a captar los síntomas de que se acercaban las algaradas cotidianas. La policía de la Brigada Especial Antidisturbios había empezado a tomar posiciones según un ritual de perpetuo estado de sitio. Jóvenes contraculturales apolíticos y jóvenes contraculturales políticos divorciaban sus grupos. En cualquier momento podía aparecer un comando de ultraderecha actuando como provocador y por las aceras se deslizaban los militantes de ese y aquel partido en busca de sus sedes ya legales, sin ganas de verse mezclados en la inmediata trifulca, dispuestos a no verse desmontados de un porrazo del recién adquirido caballo de la legalidad y la respetabilidad histórica.»

«La soledad del mánager» es una declaración explícita, a partir de la lucha ideológica, del desencanto posmodernista con el nuevo orden. Es evidente que tras la muerte del dictador el eje de discusión ha cambiado, las categorías culturales sostenidas por los distintos compartimientos de la sociedad no son las mismas que las de las décadas pasadas. La crítica de la cultura de militancia en las organizaciones populares y el encarecimiento de la democracia y los derechos civiles han establecido nuevos ejes administrativos, los cuales han generado una temporalización y un desencanto de los grandes modelos políticos. Así como «Tatuaje» sirve a fines de establecer el paradigma del personaje, –Carvalho-, en sus trazos básicos que luego se irán desarrollando a lo largo de toda la saga, «La soledad del mánager» sirve para asentar las bases del desencanto que orbita alrededor del universo en el que se mueve la figura creada por VM. Ese desencanto social deviene de la sensación agridulce dejada por cuarenta años de dictadura. Vázquez Montalbán pretende dar solución a la incógnita revolucionaria que evidenciaba la España de entonces. Aquellos que lucharon activamente contra el régimen, se presentan ahora, una vez terminado el período dictatorial e iniciado el camino hacia la democracia, en posiciones antagónicas, como vencedores y vencidos: Viedma y Villaseca por un lado y por el otro Argemí y Fontanillas. Éstos últimos representan el abandono radical de los ideales del grupo. Biedma en su entrevista con Carvalho llega a tenuar con resignación la imagen de éstos: «simplemente fueron consecuentes con su origen e interés social y volvieron al seno de la burguesía para hacerse un lugar, el mejor posible.»

Y entre todos ellos zancajea Carvalho, una figura que actúa como filtro de la realidad, un «vidrio óptico», un cronista de lo posmoderno, que se mueve a distintos niveles sociales sirviendo como enlace entre los diversos sectores económicos. Un personaje que establece la diferencia dentro de la comunidad y sus miembros a través de la única vía que le permite el desencanto posmodernista: su ambiguo punto de vista en principio y la resolución formal del caso en última instancia. Y, sin embargo, antes de llegar a ésta posición Carvalho «disfrutó» de ambos mundos. Su militancia comunista y su pasado como agente de la «CIA» aglutinan dos polos antagónicos de la historia del siglo XX. No pertenecer en la actualidad a ninguno, haber abandonado ambas veredas, le sitúa en una posición de privilegio a la hora de sancionar la realidad que se presenta ante sus ojos.

A pesar de su escepticismo Pepe Carvalho se posiciona del lado de los vencidos. Vázquez Montalbán muestra así, a través de su creación, el desencanto postfranquista, la decepción con una sociedad que no fue capaz en su momento de repudiar de forma inequívoca los cuarenta años anteriores de su historia. Una sociedad que dejó de lado los ideales de la modernidad y que no ofreció revolución alguna. Una sociedad corrompida, con gente de doble cara, de manipuladores profesionales al servicio del poder establecido. «Creas la sensación de que el poder no controla la situación y de que el sistema político no sirve para garantizar el orden... casi siempre en favor del propio poder, que así obtiene coartadas y cheques en blanco para hacer lo que le pasa por los cojones y como le pasa por los cojones.»

«La soledad del mánager» supone un manifiesto del desencanto general que en términos político-ideológicos padeció la sociedad posfranquista y que culmina en la dolorosa imposibilidad de salvación social ideada en la cúspide artística de la serie que representa la siguiente entrega, «Los mares del Sur».
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sábado, 4 de febrero de 2017

TATUAJE. (Manuel Vázquez Montalbán)

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TATUAJE
Manuel Vázquez Montalbán
EDITORIAL PLANETA, S. A.
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La primera novela en que Carvalho, la creación atípica de Manuel Vázquez Montalbán, ejerce como investigador privado en solitario es «Tatuaje». Publicada en 1974, esta obra pone los cimientos de lo que vendría a ser una relación abisal y pertinaz con los lectores que se prolongaría durante más de dos décadas, hasta la repentina muerte del escritor en 2003.

En 1997 Vázquez Montalbán declaró a «El País», en una entrevista de Xavier Moret, lo siguiente: «A principio de los setenta vivíamos en una dictadura literaria: o escribías como Juan Benet o no eras nadie. A los jóvenes se les exigía que escribieran el “Ulises”. El resto eran subliteraturas. Un día en plena euforia competitiva con mi amigo José Batlló nos burlábamos de la literatura de vanguardia y el me desafió a escribir una novela de guardias y ladrones. Acepté el reto y escribí “Tatuaje” en 15 días. La crítica la recibió fatal y me acusaron de lanzarme a un suicidio profesional, a una operación comercial. Hacer una novela de detectives en el “rigor mortis” de la cultura española de la época era horroroso. Para mí, sin embargo, era una novela experimental, ya que Carvalho no era un detective al uso. Vivía con una puta, quemaba libros, era ex comunista y ex agente de la CIA.» 

Pepe Carvalho, de origen gallego, ex agente de la CIA y ex marxista, como manifiesta su autor, vive y trabaja en Barcelona –habita una casa en Vallvidrera, en las rampas del Tibidabo- y mantiene una estrecha relación con una prostituta de nombre Charo. «Para aquel hombre alto, moreno treintañero, algo desaliñado a pesar de llevar ropas caras de sastrería del Ensanche, pasear morosamente entre los puestos era una de las escasas juergas que permitía a su espíritu cada tarde que abandonaba los barrios de Charo para volver a su madriguera, en las laderas del monte que preside la ciudad.»

Comienza a correr la década de los 70 cuando un hombre joven y desnudo aparece muerto, flotando en la playa de Vilasar, con el rostro desfigurado. Sobre su piel un tatuaje reza: «He nacido para revolucionar el infierno». El propietario de una peluquería del barrio chino contacta con Carvalho, y a su cuenta éste inicia el proceso de identificación del fallecido. Las investigaciones de Carvalho lo llevan a Amsterdam y a las mafias del tráfico de drogas y allí conoce a dos emigrantes españoles, bajos, recios y acuarentados, que han ido a trabajar y a ahorrar «unas pesetas para volver a España» y que si se permiten mirar los escaparates del Barrio de las Luces Rojas es simplemente porque es gratis. Éstos le facilitan el nombre del ahogado y, tras recibir una espeluznante paliza, regresa a Barcelona donde comunica a su cliente la información obtenida. No satisfecho con la terminación del caso, animado a encontrar la verdad oculta tras la muerte del joven ahogado, sigue la pista de los amoríos del tatuado y tropieza con una atractiva mujer perteneciente a la alta burguesía catalana. «Sin la caricaturesca melena, Teresa recuperaba una identidad incuestionable de hija de la alta burguesía, con las facciones bien cultivadas por la buena alimentación, la higiene regularizada y una libertad de expresión que presta al rostro la serenidad del acróbata que trabaja con red. La Charo trabajaba sin red desde que había nacido y Carvalho le adivinaba a veces el rictus canalla de quien se defiende matando o el miedo de quien teme las caídas. El esquematismo del rostro proletario es el de las cariátides: o la risa o el llanto. El rostro de la Marcé tenía la placidez lógica de toda materia que se sabe homologada en todo tiempo y lugar.» Sus actuaciones, las actuaciones de Carvalho, terminan por destapar un caso con implicaciones mayores de las previstas que obligan a la policía de Barcelona a peinar el barrio chino, -lugar de acogida de prostíbulos y locales de baja estopa, frecuentado por prostitutas, proxenetas, timadores, buscavidas y toda clase de matones de baja calaña-, a clausurar locales y hacer arrestos masivos.

Manuel Vázquez Montalbán fue un escritor y periodista de prestigio, dramaturgo y a la vez gastrónomo, que militó en el Partido Comunista y padeció prisión por su actividad política. Su genio literario abarcó todos los géneros: poesía, teatro, novela, prólogo de libros, artículos periodísticos, ensayos... Vázquez Montalbán fue una persona de vasta cultura y gran inteligencia. Durante el franquismo publicó con varios pseudónimos. Ganó entre otros el Premio Nacional de Narrativa en 1991 y el Premio Nacional de las Letras Españolas en 1995. De personalidad casi inabarcable, Montalbán se definió a sí mismo como «novelista, periodista, poeta, ensayista, antólogo, prologuista, humanista, crítico, gastrónomo, culé y prolífico en general», campos todos ellos en los que destacó.

Significa en la vida de Vázquez Montalbán su confesa afinidad con el comunismo así como su no menos confesa erudición culinaria, hecho que le transfiere una condición sibarítica al ambiente de sus libros y novelas. El autor se permite detenerse en los pasajes referidos a la gastronomía, con descripciones casi poéticas de las sensaciones que brinda el placer de la comida: «Se aplicó sobre el gigot ya sin restricciones sicológicas. Una carne bien cocida es ante todo un placer táctil que agradece la cueva del paladar. El gigot braseado es el menos historiado de todos los gigots que uno puede comer. No tiene la campechanía patatoide y ajudiada del gigot a la paisana, pero tampoco el trompeteo tantas veces falsificado del gigot de corzo o el paisajismo del gigot con espinacas. Un gigot braseado es ante todo carne bien cocida y bien aromatizada. El Borgoña, aplastados sus aromas contra la delicada pielecilla del paladar, convertidos en humo avinado que embotaba las narices de Carvalho, parecía un terciopelo fluido que le secaba las llagas abiertas por el roce de la carne.»

Fuera cual fuese el género que tratara, las páginas de sus libros, las páginas de los libros de Montalbán, inciden machaconamente en cuestionar el desorden del mundo desde una perspectiva galaicocatalana. Su obra es una estampa cáustica de la sociedad española de la época. «Tatuaje» no es más que una expresiva y vívida imagen del barrio chino, con sus meublés, hoteles de habitaciones por horas, y sus chulos que explotan a una o dos mujeres a un tiempo. De las redadas policiales a gran escala. Del crecimiento inmobiliario incontrolado que crearía barriadas enteras al amparo del cinturón industrial. De la actividad política subterránea, con los partidos aún en la clandestinidad o de la imagen subdesarrollada y tercermundista que España ofrecía al resto de Europa y que queda en evidencia en el viaje que Carvalho realiza a Amsterdam. En definitiva, «Tatuaje» es un libro ligero y relativamente sencillo, que sabe a poco para todo lo que esta saga ha aportado, que es mucho. 
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