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martes, 2 de enero de 2018

MUERTE DE UN VIOLINISTA. (José Luis Correa)

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MUERTE DE UN VIOLINISTA
José Luis Correa
ALBA EDITORIAL, S. L. U.
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«Aaron Shulman se sintió indispuesto. Comenzó a sudar.  Palideció. Dejó caer su instrumento que destrozó el silencio del teatro. Se apagó lentamente. Como una vela, en el último instante, pareció refulgir. Pero fue un espejismo. Una cruel quimera. Lo último que vio el rubio judío de Manhattan fue la preciosa lámpara del techo. La lámpara en forma de araña plateada. La lámpara de lágrimas que, esa noche, lloró sólo por él». Así describe José Luis Correa la muerte del concertino de la Filarmónica de Nueva York durante su visita al Alfredo Kraus de Las Palmas de Gran Canaria. La trascendencia internacional del caso y la necesidad de ser discretos hace que la policía recurra a los servicios de Ricardo Blanco para investigar lo que, en un primer momento, tiene todos los síntomas de ser un asesinato. Las sospechas recaen inmediatamente en Juliette Legrand, viola de origen canadiense que se encuentra sustituyendo a Rebecca Adam, la titular, que ha permanecido en Nueva York aquejada de una extraña dolencia. Treinta días llevan hurgándole el cuerpo con rabia a la Adam sin haber dado con el problema. Lo cierto es que a medida que la acción se desarrolla, Blanco se ve irremediablemente atraído por la canadiense, hecho este que le acarreará no pocos problemas.

Tras haberse dedicado a varios oficios y haber iniciado tres carreras universitarias -carreras que, por cierto, nunca llegó a terminar-, Blanco, el atípico y genial investigador de La Isleta creado por Correa, aceptó en su momento la propuesta de su amigo Miguel Moyano y, ambos de la mano, abrieron una agencia de detectives: la Agencia Blanco & Moyano, una agencia que en la actualidad cuenta con un solo investigador, una agencia que económicamente sustenta Moyano y operativamente Blanco. Y es que los ruinosos negocios de Ricardo Blanco no dan para más. Su personaje, el personaje de Correa, no es un arquetipo amañado al marco de la isla de Gran Canaria, sino que los rasgos tópicos  del detective han sido transformados por las exigencias del espacio y las características propias del personaje. Correa crea a Blanco como un narrador en primera persona, lo que le permite a éste justificarse ante sí mismo y defender ante el lector sus gustos cultos: la buena literatura, el jazz (es ferviente devoto de Charlie Parker, Miles Davis y Oscar Peterson) y el cine negro. («¿Qué quieren? Soy así desde chiquillo. Un viejo prematuro. A veces me siento capaz de cualquier cosa con tal de mantener ante el mundo una reputación de tipo duro que me queda grande como chaqueta de payaso. Pero no pienso renegar de Charlie Parker, ¿estamos?, eso ni de coña»).

Las novelas de Correa se caracterizan por un humor socarrón, una ambicionada renovación formal –sobre todo en lo concerniente a los diálogos, diálogos que el escritor incorpora a la narración-, un lenguaje poético y el empleo de formas gramaticales y expresiones propias de las islas. Su obra se encuentra a caballo entre la novela policíaca clásica y la novela negra estadounidense. Correa tiene el honor de ser el autor de la primera saga criminal ambientada en Canarias, por lo que fue pionero a la hora de configurar la capital de Las Palmas como una ciudad concerniente al género, es decir con los espacios propios de la novela criminal y la adecuación de otros nuevos. No obstante, es importante destacar que Las Palmas no es una ciudad insana ni está considerada como una urbe excesivamente violenta, su compromiso con la causa no va más allá de unos cuantos tiros perdidos y unos hechos delictivos inherentes a toda aglomeración humana, y todo ello a pesar del quilombo literario final que plantea aquí Correa, más propio de ciudades con una dosis superior de peligrosidad. Las características del género aportan a Las Palmas, eso sí, una serie de elementos que ayudan a provocar el aumento de la percepción por parte del lector del peligro inherente a la ciudad. Los acontecimientos criminales no convierten a la población en un espacio inseguro con un ambiente irrespirable, son sucesos puntuales, motivados gran parte de ellos por situaciones emocionales.

Los hoteles son un lugar recurrente en las novelas de Blanco. En «Muerte de un violinista» gran parte de la acción transcurre entre el Mencey, el emblemático y lujoso hotel de Santa Cruz de Tenerife, y el Reina Isabel de la capital grancanaria, donde residen los miembros de la Filarmónica de Nueva York durante su estancia en Canarias. Y es que el hotel, en la literatura, es un lugar de tránsito donde nadie conoce a nadie, donde todo el mundo pasa desapercibido. Este espacio pasa por ser un lugar hostil. Es ahí, en el Reina Isabel, donde secuestran a Juliette Legrand, la viola canadiense de la que se enamora el  detective. La violencia asociada al género afecta a lugares como estos, en apariencia tranquilos, pero que llevados por los acontecimientos se vuelven peligrosos. El hotel como el hospital, donde Blanco es ingresado en dos ocasiones, es retratado como un paraje  triste, ajeno y frío, un lugar de tránsito en el que es necesario conservar el anonimato para que no trascienda la labor que el investigador está desarrollando y que otro no entendería.

El mar es otro de los elementos siempre presentes en las novelas de Correa, y es que Las Palmas es una ciudad portuaria que cuenta con importantes playas, siendo el transporte de mercancías y de pasajeros -el turismo a fin de cuentas- el elemento en que basa su desarrollo económico. El mar de La Puntilla simboliza para Blanco la memoria de su abuelo, la costa en la que recompone sus chalanas Colacho y a donde él acude a visitarle cada semana. La relación entre ambos, abuelo y nieto, es tardía pero terriblemente profunda. El anciano y su padre se distanciaron en su día y su madre, claro, eligió a su marido. El viejo, todo sea dicho, no movió un dedo para reconquistar el amor de su hija. Y así pasaron diez años. «Durante esos diez años me nació la afición al jazz, al cine y a la lectura. No es difícil de explicar: si la realidad no te gusta, te inventas una propia. Y yo me refugié en la música negra. En las películas en blanco y negro. Y en cualquier libro sin distinción de color». 

Los lectores que han sido fieles a Ricardo Blanco en las dos  novelas anteriores reconocerán aquí algunos de sus rasgos ya familiares: su desastrosa vida personal, su educación culta y refinada, su tendencia al enamoramiento, su desinterés por el dinero. «Muerte de un violinista» es una buena excusa para descubrir nuevos datos sobre su pasado y preparase preparar el ánimo para lo que viene a continuación. 
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